Hoy sale esto.
Es curioso -al menos para mí- lo de esta novela: se publicó hace 26 años y, en una época en que la gran mayoría de los libros permanecen un par de meses en librerías, y aun eso con suerte, se ve que sigue encontrando lectores.
MERCADO DE ESPEJISMOS
Hoy sale esto.
Es curioso -al menos para mí- lo de esta novela: se publicó hace 26 años y, en una época en que la gran mayoría de los libros permanecen un par de meses en librerías, y aun eso con suerte, se ve que sigue encontrando lectores.
No solo le presupongo la inocencia a Koldo
García, escolta y chofer que fue del exprepotente exministro Ábalos, quien
posteriormente lo ascendió a asesor suyo en el Ministerio de Fomento y más
tarde a consejero de Renfe y a vocal del Consejo Rector de Puertos del Estado,
dando lustre de ese modo a un currículum en el que hasta entonces destacaban
actividades como la de cortador de troncos y la de portero de un prostíbulo, antecedentes
idóneos para convertirse en la mano derecha de un ministro; no solo le presupongo
la inocencia, ya digo, sino que me acojo a la esperanza de que todo quede en un
atolondrado linchamiento judicial y mediático, esperanza que extiendo a
cualquier posible implicación del exministro, para que no quede en entredicho
su buen ojo para elegir a subalternos de plena confianza.
Pero
imaginemos, en el territorio de la pura fantasía, que las malandanzas que se atribuyen
a Koldo fuesen ciertas… Divaguemos un poco.
Estos
personajes, a los que llamaremos los koldos, resultan muy literarios, por su
adscripción al género picaresco: el buscavidas que asciende en la escala política
hasta alcanzar esferas estratosféricas de poder e influencia, aunque no para
satisfacer el deseo tan humano de ejercer el poder y la influencia, sino con el
propósito pragmático de hacer caja. No debe de ser fácil, pero hay quienes con
tesón y maña lo consiguen: Juan Guerra, Luis Roldán, Luis Bárcenas, Francisco
Javier Guerrero, Francisco Granados, Ignacio González, Félix Millet y tantos
otros espabilados que tal vez deberían elegir como santo patrono del gremio a
algún Pujol, a algún Rato o similar.
Lo
preocupante del asunto es que incluso en el PSOE dan por hecho que nuestro
Koldo se desvió de la senda del bien para enfangarse en las tinieblas del
delito, y además en plena pandemia. Por su parte, en el PP están de fiesta
mayor, aunque no entiende uno del todo por qué, pues en lo que a historial de corrupción
se refiere tampoco es que vayan mal servidos. Pero supongo que hay que
aceptarlo, en fin, como consecuencia de esa teatralización sobreactuada en que ha
derivado la enconadísima rivalidad política entre los dos partidos
mayoritarios, a los que les resulta más sensato pactar con el diablo que pactar
entre ellos.
Y es que los partidos políticos se sustentan,
cada cual desde sus presupuestos ideológicos y propagandísticos, en una promesa
tan plausible en su forma como imposible en su fondo: armonizar el caos social
desde el caos administrativo. (Como punto de partida resulta inmejorable. Como
punto de llegada, está todo por ver). El problema es que para ese propósito hace
falta mucha gente. Muchísima: desde la corporación municipal de una pedanía al
entramado laberíntico de un ministerio. Y por la rendija de esa necesidad es
por la que se cuelan los koldos, pues a toda novela –y la realidad es la gran
novela- le añade mucha emoción la figura del villano.
.
(Publicado en prensa)
Aplicada a la política, la
palabra “despacho” puede tener una connotación entre peyorativa y despectiva, por más que la
aspiración de todo político sea la de ocupar un despacho. En caso de conflicto
social, por ejemplo, pedimos a nuestros gestores públicos que salgan de su
despacho y pisen la calle para tomarle el pulso a la realidad, ya que el
despacho suele considerarse una especie de torre de marfil en que lo real se
transforma en abstracción, las personas en números y los números en dogmas.
En
medio de las protestas de ganaderos y agricultores y en pleno debate sofístico
sobre la amnistía, los cuatro representantes
parlamentarios de Podemos han añadido un componente melodramático a la
actualidad: denuncian que les han desalojado sus pertenencias del despacho que
ocupaban y que se las han puesto en un pasillo, en plan desahucio exprés. Según
parece, estaban avisados de la obligación de trasladarse al despacho del grupo
mixto, en el que están integrados desde su ruptura traumática con Sumar, pero
ellos niegan el apercibimiento, hasta el punto de que han acudido a la policía
para denunciar el presunto ultraje.
La
vida es dura y complicada: pasas de estar en una tienda de campaña en la Puerta
del Sol a ocupar un escaño en el Congreso, de allí desembocas en el consejo de
ministros y, de la noche a la mañana, te encuentras con tus pertenencias en un
pasillo. Ni Dickens se hubiese atrevido a idear una trama tan desoladora.
Cuando
Podemos irrumpió con ímpetu juvenil en el panorama, muchos optamos por callar –más
por viejos que por diablos: tiempo al tiempo- ante el entusiasmo de algunas de
nuestras amistades ante aquel fenómeno de redención: por fin la política iba a
ser una cosa pura. Por fin –y ya era casualidad- iba a conseguirse algo que el
género humano no había conseguido a lo largo de toda su historia en ninguna
parte del mundo: asaltar el Cielo en su versión laica y convertir este valle de
lágrimas socioeconómicas en Shangri-La. Por fin los obreros irían cada mañana a
su puesto de trabajo cantando himnos jubilosos, mientras que los ricos
acudirían a sesiones de terapia de reconversión, cantando tal vez un poco
menos. Sí, claro. Sin duda.
Aquel
sueño de muchos se reduce, al día de hoy, a una pataleta adolescente por el
desalojo de un despacho. Aquel propósito de regeneración política se limita,
hoy por hoy, a chapotear en los fangales tradicionales del oficio: las guerras internas
y externas de egos, la vacuidad del discurso mesiánico, la purga del disidente,
la adicción obscena al poder... Pero se entiende: si te quitan el despacho,
¿qué te queda? ¿Volver a la tienda de campaña y reiniciar la ilusión de guiar
al pueblo al paraíso terrenal o resignarte a cambiar de despacho, porque menos
es nada? Esa es la cuestión.
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(Publicado en prensa)
Hace unos días fuimos testigos en
mi pueblo de un fenómeno meteorológico extremo: llovió un poco. Extremo por lo
exótico, claro está, no por lo abundante de las precipitaciones, que resultaron
modestas, sin incidencia apenas en los pantanos resecos de la comarca. Casi no
nos acordábamos ya de la lluvia, que, según supuso Borges en un poema, “es una
cosa que sin duda sucede en el pasado”. Y tanto. Se acuerda uno, por ejemplo,
de aquella época feliz en que no iba al colegio durante dos o tres días porque
no paraba de llover y los impermeables y las botas de agua eran complementos
que no evitaban el empapamiento y su consecuente resfriado. Pero aquello ya
pasó: hoy en día, resulta más probable que a los niños no los manden al colegio
por una ola de calor en mayo que por un chaparrón en enero.
Según
una creencia popular, la lluvia “arrastra” los virus. Los científicos opinan
otra cosa, con arreglo a la libertad de expresión, pero hay que tener en cuenta
que ellos solo ven los virus en un laboratorio y no están al tanto del
comportamiento de los virus callejeros, de modo que seamos prudentes, porque a
saber quién tiene la razón en la controversia.
El
caso es que, en esos días en que llovió un poco, estuve durante un rato asomado
a una ventana para disfrutar del espectáculo. En una de esas, conseguí ver cómo
una gota de lluvia se estampaba en el cogote de un virus lo suficientemente
gordo como para apreciarse a simple vista. No sé de qué familia era el
patógeno, pero su aspecto resultaba preocupante, parecido al zurrón de una
castaña en versión ultragaláctica, de un color verde fosforito. Tras recibir el
impacto, el virus se estrelló contra el acerado y me dije: “Se ha matao”. Vi
cómo la corriente lo arrastraba hacia un husillo y me dije entonces: “Uno
menos”. Pero luego caí en la cuenta de que las aguas pluviales se canalizan aquí
a través de unas cañerías que desembocan en un embalse que se utiliza para el
riego agrícola y el baldeo de las calles. En ese instante me preocupé: “¿Y si
el virus está simplemente atontado y regresa adherido a una lechuga, pongamos
por caso, o vuelve al mismo sitio, como las palomas mensajeras, cuando los
operarios municipales de limpieza baldeen mi calle?”.
Porque
lo de los virus es como lo de los fervores independentistas: te haces a la idea
de que a sus profetas se les ha pasado la ventolera, pero la ventolera vuelve
con más ímpetu, así les des, para apaciguarlos, el oro y el moro. (Bueno, el
moro no tanto). Y es que los virus también necesitan una patria, como
cualquiera. Y su patria somos nosotros, por mucho que procuremos
independizarnos de los virus. O yo qué sé.
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Esta semana hemos comprobado lo
que el Gobierno sabe mejor que nadie: que su gobernabilidad va a ser un
continuado ejercicio de funambulismo. Bueno, de funambulismo y de otras cosas:
de cambalaches, chantajes, amenazas y venganzas. El suspense está asegurado,
con el inconveniente de que la política no es una película de Hitchcock.
Hemos
asistido, por ejemplo, a la desconcertante escenificación de la venganza por parte de Podemos,
esa formación que ha pasado en un abrir y cerrar de ojos de ser un soplo de
aire fresco a desprender un tufo rancio, enquistada en turbias luchas de poder
tanto internas como externas. No por casualidad su antiguo y amado líder se
entretuvo en analizar en un ensayo la serie televisiva Juego de tronos, aunque es posible que su papel actual tenga más
que ver con el Mago de Oz que con los monarcas peleones de aquella fantasía
cinematográfica, lo que no quita que un equivalente de la Madre de los Dragones
se haya convertido en su némesis por haberle usurpado el trono. Cabría suponer
que, al igual que el cielo se toma por asalto, el infierno se toma porque sí.
Hemos
asistido también al chantaje de Junts, ese extraño compañero de viaje del
Gobierno para ser tal Gobierno. (Lanzo un reto: que alguien señale al menos
tres diferencias existentes entre el micropatriotismo de Junts y el
macropatriotismo de Vox). Comoquiera que el actual Ejecutivo no va a disponer
de un solo voto parlamentario gratis por parte de los partidos minoritarios que
le prestaron –y nunca mejor dicho- su apoyo en la investidura de Sánchez, los
de Junts, en su particular juego de tronos con Esquerra, ha exigido la
transferencia en materia de política migratoria para poder expulsar de su
territorio a los inmigrantes que reincidan en el delito (¿y mandarlos a otras
regiones del país?), tal vez en justa correspondencia a lo que el Estado
español hizo con el martirizado Puigdemont, que se vio obligado a abandonar la
Madre Patria Catalana por una simple ocurrencia delirante en uno de esos
momentos tontos que, al fin y al cabo, tiene todo el mundo. ¿Xenofobia? Bueno,
según se mire. Las identidades nacionales hay que defenderlas desde la
exclusión, no sea que se diluyan. (Lo raro es que los delincuentes reincidentes
con apellidos catalanes que se dedican al noble arte de la política no solo no
sean expulsados, sino que incluso algunos de ellos cuenten con despacho
oficial, coche oficial y sueldo estatal). No me gustaría pecar de malpensado, pero
me atrevo a sospechar que los independentistas catalanes tienen muy claro el
beneficio de la estrategia del caos: cuanto peor le vaya al resto del país,
mejor le irá a la Cataluña soñada.
Entre
cosa y cosa, en fin, el Gobierno va a disfrutar de una gobernabilidad muy
entretenida. Mucho.
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(Publicado en prensa)
Adelantándome a los propósitos
para el año nuevo, hace cosa de un mes decidí convertirme en conspiranoico.
“¿Por qué?”, se preguntarán ustedes. Pues no lo sé, la verdad. Tal vez porque
el conspiranoico tiene la facultad de darse respuestas que están negadas a las
personas que se hacen pasar por sensatas. Por ejemplo, si vemos una estela de
vapor en el cielo, los conspiranoicos tenemos la fortuna de no ver una vulgar
estela de vapor, sino una estela química que contiene elementos adulteradores
del clima o bien componentes que benefician la manipulación psicológica de la
población en general, en el caso venturoso de que no se trate de una fumigación
para provocar infertilidad e impotencia, para de ese modo acabar con la especie
humana, excepción hecha de los multimillonarios que se han comprado una isla
para instaurar allí una civilización de oligarcas y de esclavos. (Y pasemos de
puntillas por el espectáculo escandaloso al que hemos asistido hace unos días:
el trucaje de las bolas de la lotería nacional).
La
semana pasada se convocó en mi pueblo una jornada de vacunación sin cita
previa. De la gripe y del covid. A lo grande: dos chutes de una vez. A pesar de
mi flamante condición de conspiranoico, acudí a la inmolación, aunque con un
propósito secreto, que de inmediato les desvelaré.
Nada
más recibir los dos pinchazos, con mis brazos al desnudo para no perder tiempo,
salí escopeteado del ambulatorio, a cuya puerta me esperaba un cómplice, cuyo
nombre ocultaré para que no lo fichen los controladores oficiales de personas,
aunque no tengo inconveniente en revelar que ha sido mi maestro y mentor en la
sufrida ciencia de la conspiranoia. (A él debo grandes revelaciones: que Morgan
Freeman es en realidad Jimi Hendrix y que el actual Paul McCartney es un
suplantador, ya que el verdadero murió en 1966, aparte de otras curiosidades,
como por ejemplo que la Tierra es hueca y está habitada por alienígenas, aunque,
a estas alturas, pueden ser considerados terrícolas, aunque sin papeles).
Bien.
Nada más salir de allí, según decía, le tendí a mi cómplice el brazo en que me
habían puesto la presunta vacuna del covid
y logró sacarme con unas pinzas el microchip, que aún no había tenido
tiempo de adentrarse en las zonas inaccesibles de mi organismo, pues se estima
que el GPS del microchip necesita orientarse durante unos 30 segundos antes de
instalarse en esa zona en que resulta efectiva su interacción con la tecnología
5G.
Guardamos
el microchip en una probeta y ahora me dedico a colgársela del collar al gato
del vecino, a enterrarla en una maceta o a sumergirla en una copa de vino, para
de ese modo despistar al iluso que cree estar controlando mis pensamientos y
movimientos.
Una
modesta forma de resistencia, en fin, frente a la vigilancia global.
Que
tengan ustedes un feliz 2024.
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(Publicado en prensa)
Los poetas recurren a la metáfora
para procurar dar empaque estético a sus creaciones. Algunas salen mejor que
otras, como todo en este mundo, y lo mismo realzan un texto que lo arruinan.
Bien…
Hace
unos días, en Buenos Aires, un político español de cuyo nombre no quiero
acordarme arriesgó una suposición: que el pueblo español acabaría queriendo
colgar por los pies al presidente de nuestro Gobierno central. No por otra parte del cuerpo, sino en
concreto por los pies, precisión anatómica que sin duda le inspiró la imagen
histórica del cadáver de Mussolini colgado en una plaza de Milán, lo que no
deja de resultar extraño, dada la sintonía ideológica entre el caudillo italiano
de entonces y el aspirante a caudillo español de ahora. Es posible, no sé, que
al aspirante a caudillo se le calentase la boca, ya de por sí caliente, por
contagio del político argentino –de cuyo nombre tampoco quiero acordarme- que
en ese día tomaba posesión como presidente electo, a pesar de tener pinta de
haberse fugado por la ventana de un frenopático tras librarse, como el mago Houdini,
de su camisa de fuerza. La inflamación retórica tiene eso: si eres un mesías
incendiario y te juntas con otro, te vienes arriba, como en una competición.
La
portavoz de un partido de cuyo nombre no quiero acordarme se apresuró a aclarar
que el exabrupto de su jefe era una metáfora, aunque sin precisar de qué tipo:
aposicional, atributiva, cosificadora, etc., y con ese misterio nos dejó. Por
mucho que me duela decirlo, como metáfora no es gran cosa, e incluso algún
riguroso preceptista podría poner en duda que respete el principio básico de la
metáfora, pero tampoco vamos a ponernos quisquillosos en ese particular, pues
bastante tiene ya una portavoz con portar la voz a todas horas como para
exigirle también que sepa de lo que habla, de igual modo que el presidente del
Gobierno tiene de sobra con firmar unos libros como para encima tomarse la
molestia de escribirlos, con metáforas o sin ellas.
El
caso es que la metáfora, al ser un recurso verbal, no es inocente, porque el
lenguaje no suele serlo, sobre todo cuando se usa para insultar, para intimidar
o para promover disputas. Si nos permitimos la licencia de decir que a alguien
van a colgarlo de los pies, así sea como presunta metáfora, se abre la veda de
la oratoria incontrolada, de la charlatanería violenta, del énfasis belicoso. De
la matonería, en suma. Y es que la metáfora, entendida al modo político, tiene su
peligro, sobre todo en este desalentador ambiente ideológico de extremosidad y
fullería que están creando desde los bandos en pugna. Porque bastante tenemos
ya con los rebuznos en bruto como para tener que asistir al espectáculo de los
rebuznos metafóricos.
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(Publicado en prensa)
Un almirante holandés, tras
perder una batalla contra los tercios españoles, allá a finales del siglo XVI, supuso
que Dios debía de ser español, pues de otro modo no podía explicarse aquella
victoria lograda contra todo pronóstico. Se trataba, claro está, de una
ocurrencia irónica. Aquella suposición, despojada de su componente irónico, ha
sido adoptada por algunos de los ultrapatriotas que se entretienen en
manifestar su horror cívico en la calle Ferraz. Como no hace falta decir, el
hecho de que Dios tuviese nacionalidad española sería una buena noticia incluso
para los malos españoles, que algún beneficio obtendrían de esa circunstancia,
así fuese de rebote, pero confieso no contar con argumentos teológicos de peso
para corroborar o para refutar esa hipótesis. Tal vez sí. Tal vez no. Quién
sabe.
De
todas formas, no tengo inconveniente en adherirme a los optimistas, aunque tras
la adhesión vienen las dudas: ¿cómo permite Dios que su país natal caiga en
manos de quienes quieren trocearlo?, ¿admite Dios la plurinacionalidad o es
unionista?, ¿ha tenido algo que ver con la amnistía, entendida como una
variante del perdón cristiano? Etcétera.
Con
toda la humildad con que deben formularse las conjeturas, y más aún cuando
entran en liza factores ultraterrenos, es posible que Dios haya puesto a prueba
a algunos de sus paisanos mediante el martirio: hacerles padecer durante cuatro
años un Gobierno antiespañol y medio comunista. Un poco como lo del Anticristo,
pero en versión parlamentaria. Claro está que al asunto se le puede dar la
vuelta y sospechar que a quien Dios ha impuesto el martirio es al propio
Gobierno, ante el que es posible que se abra –aunque Dios no lo quiera- un
horizonte de pesadilla, no solo por sus discordancias internas, sino sobre todo
por su apoyatura en unos aliados coyunturales que pueden acabar manifestándose
como enemigos permanentes.
Aparte
de eso, y al margen de cuál sea su nacionalidad, solo Dios sabe lo que se está
cociendo en Suiza en esa reunión secreta entre los superagentes especiales del
PSOE y de Junts. Algo muy a lo John le Carré. Quiera Dios, presunto español de
pura cepa, que esa reunión en un país neutral aplaque la tradicional guerra
étnica entre España y Cataluña. Quiera Dios que “el verificador internacional” verifique
con imparcialidad todo lo verificable o, al menos, todo lo que sea digno de ser
verificado con veracidad.
Mientras
tanto, los manifestantes de Ferraz han dado un giro espiritual digno de aplauso:
de corear pareados insultantes y soeces, han pasado a rezar el Santo Rosario.
Si
yo fuese presidente del Gobierno, también rezaría.
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Uno de los mayores sufrimientos
que padezco en mi día a día se deriva del hecho de que nuestros políticos estelares
no disfruten de unas vacaciones que merezcan ese nombre, lo que entra en
contradicción con el artículo 24 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Cierto que
algunos desaparecen del escenario durante una breve temporada veraniega para
disfrutar de la familia o similar, de la montaña o de la playa, lo que no es
impedimento para que sigan haciendo declaraciones contundentes desde su retiro
espiritual, sin duda porque el espíritu de un político profesionalizado tiene
mucho en común con un alma en pena: un ente que se resiste a la inexistencia y
a la invisibilidad.
Incluso
Puigdemont, que ha tenido la suerte de disfrutar de una larga estancia vacacional
en el extranjero, no ha logrado neutralizar esa zona de la mente en que se
activa la necesidad de gestionar una patria. Podría haberse dedicado a vivir
como un erasmus, pero no: prefirió vivir como Erasmo de Rotterdam, soportando
como un martirio heroico el acoso de los poderes malignos.
Creo
que al Jefe del Estado habría que concederle la prerrogativa de agendar el
periodo vacacional de los miembros del Gobierno mediante la firma de un real
decreto por el cual tanto el presidente del gobierno como su consejo de
ministros se viesen en la obligación de tomarse un mes de estricto reposo al
año, sin dejarse ver ni, sobre todo, oír. Ya puestos, y siempre y cuando eso no
atente contra la libertad personal, y por supuesto con derecho a recurrir la
decisión en el plazo de diez días hábiles, podría asignarles destinos
concretos: el ministro de tal, a Benidorm; la ministra de cual, a Santa Cruz de
Tenerife, y así sucesivamente. ¿Y a los de la oposición? Reconozco que ese
asunto requeriría una regulación más compleja, pues resulta difícil mantener
callado a un opositor, dado que su negocio se sustenta en practicar la retórica
adversativa, tarea que suele iniciar en los programas radiofónicos del amanecer
y culminar en los de la madrugada. No obstante, y como mera experiencia piloto,
el jefe del Estado tal vez podría hacer coincidir las vacaciones de los
gobernantes con las de los opositores, para que nadie juegue con ventaja en la
extenuante pugna por llevar la razón.
Esa
medida no solo beneficiaría a los gobernantes y a los aspirantes a gobernar,
sino que también supondría un beneficio para la salud de la ciudadanía, que de
ese modo podríamos descansar de la tarea de despertarnos oyendo a los políticos
y de acostarnos oyendo a los mismos políticos decir las mismas cosas… o las
contrarias, según. En el desayuno, en el almuerzo, en la merienda y en la cena.
Sin tregua. Sin piedad.
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(Publicado el sábado en prensa)
A estas alturas de la Historia,
creo que podemos llegar a la conclusión de que el género humano no tiene
remedio. Lo hemos intentado. Seguimos intentándolo. Pero no acaba de salirnos
bien. De acuerdo, sí, en que la mayoría de la gente dignifica, en su día a día,
nuestra vida en común, así sea desde la aportación básica de cumplir diligentemente
con su trabajo, de aspirar al disfrute de una existencia apacible y honrada, de
afanarse en ofrecer una educación a sus hijos para que opten a un futuro digno….
Aspiraciones modestas, anhelos razonables. La esencia de la vida misma, como
quien dice… Aunque hay un inconveniente: esos otros que, según el dictamen aterrador
de Sartre, son el infierno. Esos otros que, aun siendo una minoría, consiguen
distorsionar la realidad para que todo sea un poco más difícil, un poco más terrible,
un poco más desalentador. Para que los sueños colectivos acaben convertidos en
una pesadilla.
A
poco que las cosas se enreden un poco, tendemos a dejar las riendas de nuestro
mundo en manos de megalómanos, de demagogos, de psicópatas, de salvapatrias
vociferantes. De fantoches ridículos, en definitiva, que, en cuanto tocan
poder, se convierten en fantoches peligrosos. Esa tendencia prevalece
extrañamente en nuestros días, por lo general bajo un camuflaje democrático, y nos
mantiene en vilo ante los comicios que se celebran no ya en Polonia, sino
incluso en Alemania o en Suecia, por lo que pueda salir de las urnas. En
Argentina, por ejemplo, observamos una posibilidad que resultaría inimaginable
si no fuese casi del todo probable: que la presidencia del país caiga en manos
de un histrión desquiciado que ha logrado el más difícil todavía: no solo ser
la caricatura grotesca de Donald Trump, lo que no es decir poco, sino reunir además
en una sola persona lo peor de todos los iluminados que han ensombrecido
nuestro mundo a lo largo de siglos y más siglos.
Cada
vez que surge un líder mundial al que se le atribuye ese raro concepto que es
el “carisma”, lo prudente sería echarnos a temblar, porque el carisma lo mismo
sirve para hipnotizar a las multitudes afines que para ordenar masacrar a las
multitudes contrarias, lo mismo para que la ciudadanía aplauda los delitos del
carismático en cuestión que para que una sociedad se alinee masivamente con la
irracionalidad.
Asistimos
diariamente al espectáculo del horror, con estados que combaten el terrorismo mediante la práctica del terrorismo de Estado, y nos preguntamos cómo podemos seguir en
esa fase de barbarie. Pero ahí seguimos. Algunos nos piden una firma para
exigir el cese inmediato de las guerras. Sí, cómo no. Tan sencillo como eso. Como
si no existieran ellos, los otros.
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(Publicado en prensa)
No es un dato histórico, sino una
simple sospecha: todo empezó con la reducción de Pedro Ximénez. Hace años, ibas
a un restaurante y los platos estelares de la carta especificaban, como nota de
prestigio, ese condimento sometido a un procedimiento novedoso: Pedro,
reducción, Ximénez... Un concepto casi alquímico: reducir a Pedro y convertirlo
en otra cosa. En un principio, algunos pensábamos –sin pararnos a pensarlo- que
se trataba de la jibarización de un particular llamado Pedro Ximénez, al que
servían en pequeñas porciones para revolucionar la gastronomía desde la
antropofagia, pero aquello no pasaba de ser una suposición absurda, claro está.
Otros suponían que lo de la reducción afectaba al tamaño de las raciones. Solo
los conocedores de la enología acertaban.
Hoy
por hoy, da la impresión de que a Pedro Ximénez ya no lo reducen en los
restaurantes, sino que lo dejan en su estado natural, dado que el arte
culinario, que además de un arte es una ciencia, anda en una fase vanguardista
extrema y aquella reducción se verá entre los nuevos maestros cocineros como un
intento prehistórico de experimentación culinaria, igual que los adolescentes
ven hoy los radiocasetes.
Enciendes
el televisor a la hora de la comida y allí tienes un programa de cocina que,
extrañamente, te quita el apetito, ya que comparas lo que tienes en tu plato
con las recetas floridas que da el chef y te sientes un pobre hombre que ni
siquiera se ha animado a reducir a Pedro Ximénez para alegrar un poco sus
guisos caseros. Enciendes el televisor de madrugada para aliviarte el insomnio
y allí tienes un concurso de cocina en el que unos famosos pugnan por preparar
un trozo de pescado del tamaño de una ficha de dominó que desprenda ante el
comensal un humo parecido al de las antiguas actuaciones de Pink Floyd.
Enciendes el televisor a cualquier hora, en fin, y raro es que no te topes con
un mago de los fogones que, magias aparte, está convencido de que la gente en
general dispone de tres o cuatro horas diarias para preparar un plato.
Por
su parte, la portada de la edición digital de los periódicos dan un espacio
preferente a sucesos extraños: cómo preparar un gazpacho de arándanos y
berenjenas, un guacamole con endivias hidrolizadas, un potaje de garbanzos al
curry con pulpo desecado o una salsa de cacahuete a la manera de los pueblos Mandinka.
Hay
hambre, ¿no?
La
carta de los restaurantes, incluidos los modestos, se ha convertido en una
pieza de literatura barroca: algo bonito de leer, eufónico, pero con metáforas
complicadas, hasta el punto de que el metre se ve obligado a hacerte la glosa
previa y, una vez servido el plato, la glosa posterior, como quien explica el
uso del hipérbaton en la poesía de Góngora, pongamos por caso, aunque el
cliente tema que, con tanto discurso, el plato se le enfríe y pierda sus
propiedades, o al menos que se le disipe el humillo y se quede sin catar sus
sabores gaseosos.
La
que ha liado, en fin, Pedro. (Me refiero a Ximénez, claro está).
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(Publicado en prensa)
El verano es una estación más
apropiada para la celebración que para el ejercicio de la nostalgia, pero llega
un momento en que el pasado acaba pesando más que el presente y nos da por
añorar.
Con respecto a
mis veranos de infancia, lo primero que se me impone en la memoria no es la
playa, sino los cines de verano, que fueron algo así como nuestra cervantina
Cueva de Montesinos, el recinto de los encantamientos. En mi pueblo llegó a
haber seis, de modo que un día podíamos pasar un poco de miedo gracias a Christopher
Lee haciendo de conde Drácula y, al día siguiente, hacer un esfuerzo metafísico
para reírnos con los enfurruñamientos sobreactuados de Louis de Funes. Ahí
teníamos a Santo, el Enmascarado de Plata, aquella estrella mexicana de la
lucha libre que se enfrentaba a las mujeres vampiro, a Cerebro Diabólico, a los
villanos del ring o a las momias de Guanajuato, entre otros engendros y
prodigios, y de todos aquellos peligrosos lances salía con bien. Por su parte,
con Paul Naschy, el Hombre Lobo por excelencia, disfrutábamos de la
transformación de la apacible noche veraniega en una espeluznante noche de
Walpurgis, y luego aquello se nos colaba en los sueños, de los que
despertábamos sudorosos y agitados, viendo licántropos incluso debajo de la
almohada.
Comoquiera que
el deseo nace antes que la conciencia del deseo, y como no todo iba a ser
ficción irracional, ahí que una noche se nos apareció en la pantalla Raquel
Welch, con su bikini de diseño troglodítico, para hacernos sentir una mezcla de
confusión y de ansia que hasta entonces nos era desconocida, esa misma mezcla extraña
y pecaminosa que sentimos al ver Cuando
los dinosaurios dominaban la Tierra, con aquellas muchachas rubias que iban
a ser sacrificadas por los de su tribu como tributo ritual al Sol. Vale que en
la prehistoria la gente andaba más preocupada por los ataques de los
dinosaurios carnívoros que por echarse una novia guapa, pero aquello del
sacrificio nos sentó como un tiro, y salimos del cine con ganas de romper
escaparates como acto solidario con las rubias de la antigüedad.
Las funciones
empezaban a las 10 de la noche, y allá íbamos con un bocadillo y con la
cantidad exacta del precio de un refresco. También –qué raro- con un jersey,
por si refrescaba, porque en aquella época se producía ese fenómeno meteorológico,
y no había cosa que alarmase más a una madre que un constipado veraniego, por
su fama de persistente.
El tiempo
pasa, en fin, y nosotros con él. Llega el verano y te pones a recordar tus
veranos remotos, cuando la vida estaba por descubrir, cuando aplaudías cuando
se apagaban las luces y se iluminaba la pantalla. Como si lo que se iluminaba
fuese, en fin, el mundo mismo. El verdadero.
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